Cumpridas as ameaças e temores
— hoje já todas as ruas levam à velhice —,
passo defronte à clínica em que tu nasceste,
vinte e seis anos atrás, em uma noite
de corredores feridos pela luz.
Aqui foi a tua chegada, pequena e indefesa,
à praia feliz do teu sorriso,
à dificuldade da palavra,
às escolas que não te quiseram,
aos ossos cansados, à calma
cruel e aparente dos corredores
que observam batas brancas silenciosas
com o frio burburinho dos anjos.
Polegares torcidos, o nariz
como bico de pássaro e as desordenadas
linhas da mão: nossas fisionomias
e, ao mesmo tempo, a da síndrome,
como se se tratasse de outra mãe
desconhecida, oculta no jardim.
Longe da beleza e da inteligência:
agora só importa a ternura,
o resto é uma questão de um mundo inóspito
do qual nos é difícil escondermo-nos
em raras rotas de felicidade.
Volto ao jardim escuro, à máquina
de café que me fez companhia
ao longo daquelas madrugadas.
Volto à culpa e ao remorso,
velhos escombros que ainda atravesso.
Como agora respeito aquelas mãos,
sua lucidez recusando o que desejava.
Hoje, voltas contra mim,
me agarram pelo pescoço na velhice,
forçando-me a enfrentar a manhã
em que tua ternura te salvou.
A antiga confusão da felicidade
e um mundo ao redor, nem amigo, nem inimigo:
vejo pessoas passando pelas ruas,
pelas obras, escritórios,
sempre indagando sobre as lágrimas perdidas.
Tu eras a flor, nós, um ramo
e, ao desfolhar-te, o vento
nos embalava desnudos de dor.
Ainda te protejo e ao passar tão perto
do escuro jardim daquele verão,
olho e vejo novamente
a débil luz daquela máquina
de café. Há vinte e seis anos.
E sei que sou feliz, que tive a vida
que deveria merecer. Nunca serei
nada diferente dela, azar e fogo.
Azar, pela vida.
Fogo, pela morte. E não ter nenhum túmulo.
Trad.: Nelson Santander
Noche Oscura en la Calle Balmes
Cumplidos amenazas y temores
— hoy ya todas las calles llevan a la vejez —,
paso frente a la clínica en la que tú naciste,
hace veintiséis años, una noche
de pasillos herida por la luz.
Aquí fue tu llegada, pequeña e indefensa,
a la playa feliz de tu sonrisa,
a la dificultad de la palabra,
a las escuelas que no te quisieron,
a los huesos cansados, a la calma
cruel y aparente de los corredores
que vigilan calladas batas blancas
con frío rumor de ángeles.
Torcidos los pulgares, la nariz
como pico de pájaro y las desordenadas
líneas de la mano: nuestras fisonomías
y a la vez la del síndrome,
como si se tratara de otra madre
desconocida, oculta en el jardín.
Lejos de la belleza y de la inteligencia:
ahora sólo importa la ternura,
lo demás es cuestión de un mundo inhóspito
del cual nos es difícil escondernos
en raras vías de felicidad.
Vuelvo al jardín oscuro, a la máquina
de café que me hizo compañía
a lo largo de aquellas madrugadas.
Vuelvo a la culpa y al remordimiento,
viejos escombros que atravieso aún.
Cómo respeto ahora aquellas manos,
su lucidez negándose a lo que deseaba.
Hoy, vueltas contra mí,
me agarran por el cuello en la vejez,
forzándome a enfrentarme a la mañana
en la que tu ternura te salvó.
La antigua confusión de la felicidad
y un mundo alrededor, ni amigo ni enemigo:
veo gente que pasa por las calles,
las obras, los despachos,
siempre indagando acerca de lágrimas perdidas.
Tú eras la flor, nosotros una rama
y, al deshojarte, el viento
nos mecía desnudos de dolor.
Aún te protejo y al pasar tan cerca
del oscuro jardín de aquel verano,
me asomo y vuelvo a ver
la débil luz de aquella máquina
de hacer café. Hace veintiséis años.
Y sé que soy feliz, que he tenido la vida
que debí merecer. No seré nunca
nada distinto de ella, azar y fuego.
Azar para la vida.
Fuego para la muerte. Y no tener ni tumba.
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