I
La Chacarita
Porque a entranha do cemitério do Sul
foi saciada pela febre amarela até dizer basta;
porque os tugúrios fundos do Sul
lançaram morte sobre a face de Buenos Aires
e porque Buenos Aires não pôde encarar essa morte,
golpes de pá te abriram
na ponta perdida do Oeste,
atrás das tempestades de pó
e do barro pesado e primitivo que moldou os quarteadores.
Ali só existia o mundo
e os costumes das estrelas sobre umas chácaras,
e o trem saía de um galpão em Bermejo
com os esquecimentos da morte:
mortos de barba desabada e olhos desvelados,
mortas de carne desalmada e sem magia.
As trapaças da morte — suja como o nascimento do homem —
continuam multiplicando teu subsolo e assim recrutas
teu cortiço de almas, tua guerrilha clandestina
de ossos
que caem no fundo de tua noite, tão enterrada
quanto as profundezas de um mar.
Uma dura vegetação de restos desolados
investe contra teus paredões intermináveis
cujo sentido é perdição,
e as margens, compenetradas de mortalidade,
apressam sua vida quente a teus pés
em ruas transpassadas por um lampejo pálido de barro
ou se atordoam com desgosto de bandoneões
ou com balidos de cornetas insossas no carnaval.
(A sentença inalterável do destino
que dura em mim eu ouvi nessa noite em tua noite
quando a viola na mão do ribeirinho
disse o mesmo que as palavras, e elas diziam:
A morte é vida vivida,
a vida é morte que vem;
a vida não é outra coisa
senão morte se exibindo.)
Macaco do cemitério, La Quema
gesticula adventícia morte a teus pés.
Gastamos e adoecemos a realidade: 210 carroças
infamam as manhãs, levando
a essa necrópole de fumaça
as coisas cotidianas que contagiamos de morte.
Cúpulas desengonçadas de madeiras e cruzes no alto
se movem — peças pretas de um xadrez final — por tuas ruas
e sua enfermiça majestade vai encobrindo
as vergonhas de nossas mortes.
Em teu disciplinado recinto
a morte é incolor, oca, numérica;
reduz-se a datas e a nomes,
mortes da palavra.
Chacarita:
desaguadouro desta pátria de Buenos Aires, encosta final,
bairro que sobrevives aos outros, que sobremorres,
lazareto que estás nesta morte, não na outra vida,
ouvi tua palavra de caducidade e não acredito nela,
porque tua própria convicção de angústia é ato de vida
e porque a plenitude de uma só rosa é maior que teus mármores.
II
La Recoleta
Aqui a morte é briosa,
é a recatada morte portenha,
a consangüínea da duradoura luz venturosa
do átrio do Socorro
e da cinza minuciosa dos braseiros
e do fino doce de leite dos aniversários
e das fundas dinastias de pátios.
Combinam bem com ela
essas velhas doçuras e também os velhos rigores.
Tua fronte é o pórtico valoroso
e a generosidade de cego da árvore
e a dicção de pássaros que aludem, sem conhecê-la, à morte
e o rufo, endeusador de peitos, dos tambores
nos enterros militares;
teu dorso, os tácitos cortiços do norte
e o paredão das execuções de Rosas.
Cresce em dissolução sob os sufrágios de mármore
a nação irrepresentável de mortos
que se desumanizaram em tua treva
desde que María de los Dolores Maciel, menina do Uruguai
— semente de teu jardim para o céu —
adormeceu, definhada, em teu descampado.
Mas eu quero demorar-me no pensamento
das flores leves que são teu comentário piedoso
— chão amarelo sob as acácias de tua encosta,
flores içadas para comemorar em teus mausoléus —
e no porquê de seu viver belo e adormecido
junto às terríveis relíquias dos que amamos.
Falei do enigma e direi também sua palavra:
as flores sempre vigiaram a morte,
porque nós, homens, sempre soubemos, de um modo incompreensível
que seu existir adormecido e belo
é o que melhor pode acompanhar os que morreram
sem ofendê-los com soberba de vida,
sem ser mais vida que eles.
Trad.: Josely Vianna Baptista
Muertes de Buenos Aires
I
La Chacarita
Porque la entraña del cementerio del sur
fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta;
porque los conventillos hondos del sur
mandaron muerte sobre la cara de Buenos Aires
y porque Buenos Aires no pudo mirar esa muerte,
a paladas te abrieron
en la punta perdida del oeste,
detrás de las tormentas de tierra
y del barrial pesado y primitivo que hizo a los cuarteadores.
Allí no había mas que el mundo
y las costumbres de las estrellas sobre unas chacras,
y el tren salía de un galón en Bermejo
con los olvidos de la muerte:
muertos de barba derrumbada y ojos en vela,
muertas de carne desalmada y sin magia.
Trapacerías de la muerte -sucia como el nacimiento del hombre-
siguen multiplicando tu subsuelo y asi reclutas
tu conventillo de ánimas, tu montonera clandestina de huesos
que caen al fondo de tu noche enterrada
lo mismo que a la hondura del mar.
Una dura vegetación de sobras en pena
hace fuerza contra tus paredones interminables
cuyo sentido es la perdición,
y convencidas de mortalidad las orillas
apuran su caliente vida a tus pies
en calles traspasadas por una llamarada baja de barro
o se aturden con desgano de bandoneones
o con balidos de cornetas sonsas de carnaval.
(El fallo de destino más para siempre,
que dura en mí lo escuche esa noche en tu noche
cuando la guitarra bajo la mano del orillero
dijo lo mismo que las palabras, y ellas decían:
La muerte es vida vivida
la vida es muerte que viene;
la vida no es otra cosa
que muerte que anda luciendo.)
Mono del cementerio, la Quema
gesticula advenediza muerte a tus pies.
Gastamos y enfermamos la realidad: 210 carros
infaman las mañanas, llevando
a esa necrópolis de humo
las cotidianas cosas que hemos contagiado de muerte.
Cúpulas estrafalarias de madera y cruces en alto
se mueven -piezas negras de un ajedrez final- por tus calles
y su achacosa majestad va encubriendo
las vergüenzas de nuestras muertes.
En tu disciplinado recinto
la muerte es incolora, hueca, numérica;
se disminuye a fechas y a nombres,
muertes de la palabra.
Chacarita:
desaguadero de esa patria de Buenos Aires, cuesta final,
barrio que sobrevives a los otros, que sobremueres,
lazareto que estas en esta muerte no en la otra vida,
he oído tu palabra de caducidad y no creo en ella,
porque tu misma convicción de angustia es acto de vida
y porque la plenitud de una sola rosa es más que
tus mármoles.
II
La Recoleta
Aquí es pundonorosa la muerte
aquí es la recatada muerte porteña,
la consanguínea de la duradera luz venturosa
del atrio del Socorro
y de la ceniza minuciosa de los braseros
y del fino dulce de leche de los cumpleaños
y de las hondas dinastías de los patios.
Se acuerdan bien con ella
esas viejas dulzuras y también los viejos rigores.
Tu frente es el pórtico valeroso
y la generosidad de ciego del árbol
y la dicción de pájaros que aluden, sin saberla, a la muerte
y el redoble, endiosador de pechos, de los tambores
en los entierros militares;
tu espalda, los tácitos convetillos del norte
y el paredón de las ejecuciones de Rosas.
Crece en disolución bajo los sufragios de mármol
la nación irrepresentable de los muertos
que se deshumanizaron en tu tiniebla
desde que María de los Dolores Maciel, niña del Uruguay
-simiente de tu jardín para el cielo-
se durmió, tan poca cosa, en tu descampado.
Pero yo quiero demorarme en el pensamiento
de las livianas flores que son tu comentario piadoso
-suelo amarillo bajo las acacias de tu costado,
flores izadas a conmemoración en tus mausoleos-
y el porqué de su vivir gracioso y dormido
junto a las terribles reliquias de los que amamos.
Dije el enigma y diré también su palabra:
siempre las flores vigilaron la muerte,
porque siempre los hombres incomprensiblemente supimos
que su existir dormido y gracioso
es el que mejor puede acompañar a los que murieron
sin ofenderlos con soberbia de vida,
sin ser mas vida que ellos.
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