Angela Figuera Aymerich – Princípio e Fim (na morte de minha mãe)

Já tenho minha raiz debaixo da terra.
Já um pouco morta contigo, mãe,
há algo da minha vida que se decompõe
contigo, com teus ossos delicados,
com tuas veias azuis, com teu ventre
que côncavo sofreu, dando-me forma.
Na ignorância, mãe, não no pecado
mostraste-me como a vida brota.
Como a carne cresce e se divide
no centro sagrado da mulher.
Pequena e frágil foste. Pesava-te
um filho atrás do outro no regaço
com um humilde assombro de perceber-te
permanentemente repleta e frutificada.
E eu saí de ti com outra força.
Com uma ardente audácia de perguntas
que tu jamais havias formulado
quando a vida se te dava em júbilo
ou te assediava em duro sofrimento.
Que não estavam sequer na terrível
angústia suplicante de teus olhos
que só me pediam uma trégua,
um impossível alívio
para essa dor, para esse medo infinito
de bicho na armadilha sem saída
com que a morte, mãe, se te incutia.
Eu te vi partir. Sem te deteres.
Sem ajudar-te. Ninguém pode faze-lo
nessa hora. Todos vamos sozinhos
à nossa própria destruição. Não pude,
não pude acompanhar-te, minha mãe,
dar-te segurança em tua jornada
nem sorrir-te do outro lado
da pesada porta silente
que um dia se nos abre bruscamente,
sempre para fora, nunca como via de retorno.
E tive que soltar, fria, indefesa,
tua mão que à minha se aferrava
pedinte de um calor e uma esperança
que haviam desertado de teu sangue.
Eu sei que confiavas, supondo
em mim uma vaga onipotência, alguma coisa qualquer
capaz de te dar apoio. E eu somente
sentia uma dulcíssima ternura,
uma tremenda compaixão inútil
por teu absoluto, enorme desamparo.
E nada pude fazer. Nem sequer
ficar junto a ti. Colocas-te-me
terrivelmente distante. Separada.
Alheia. Quase hostil em teu mistério.
Indecifrável em tua quietude. Agora
aquilo de mim que estava em tuas entranhas,
que foi o meu princípio e persistia
em tua secreta intimidade, apodrece
contigo – minha raiz – ou talvez viva
como um caule profundo, recatado,
na terra que fecundas enquanto me esperas.

Trad.: Nelson Santander

Principio Y Fin (En la muerte de mi Madre)

Ya tengo mi raíz bajo la tierra.
Un poco muerta ya contigo, madre,
hay algo de mi vida que se pudre
contigo, con tus huesos delicados,
con tus azules venas, con tu vientre
que cóncavo sufrió dándome forma.
En la ignorancia, madre, no en pecado
me hiciste tú como la vida brota.
Como la carne crece y se divide
en el sagrado centro de la hembra.
Pequeña y débil fuiste. Te pesaba
un hijo tras de otro en el regazo
con un humilde asombro de mirarte
continuamente llena y frutecida.
Y yo salí de ti con otra fuerza.
Con una ardiente audacia de preguntas
que tú jamás te habías formulado
cuando la vida se te daba en júbilo
o te acosaba en duro sufrimiento.
Que no estaban siquiera en la terrible
angustia suplicante de tus ojos
que sólo me pedían una tregua,
un imposible alivio
a ese dolor, a ese infinito miedo
de bestezuela en cepo sin huida
con que la muerte, madre, te llegaba.
Yo te veía ir. Sin retenerte.
Sin ayudarte. Nadie puede hacerlo
en esa hora. Todos vamos solos
a nuestra propia destrucción. No pude,
no pude acompañarte, madre mía,
poner seguridad en tu camino
ni sonreírte desde el otro lado
de la pesada puerta silenciosa
que un día se nos abre bruscamente,
siempre hacia afuera, nunca hacia el retorno.
Y tuve que soltar, fría, indefensa,
tu mano que a la mía se acogía
mendiga de un calor y una esperanza
que habían desertado de tu sangre.
Yo sé que confiabas, suponiendo
en mí una vaga omnipotencia, un algo
capaz de sostenerte. Y yo tan solo
sentía una blandísima ternura,
una tremenda compasión inútil
por tu absoluto, enorme desamparo.
Y nada pude hacer. Ni tan siquiera
quedarme junto a ti. Te me pusiste
horriblemente lejos. Separada.
Ajena. Casi hostil en tu misterio.
Indescifrable en tu quietud. Ahora
eso de mí que estaba en tus entrañas,
que fue principio mío y persistía
en tu secreta intimidad, se pudre
contigo –mi raíz– o acaso vive
como un tallo profundo, recatado,
en tierra que tú abonas aguardándome.